Volver es regresar a uno mismo, a aquello que uno cree erróneamente que no cambió, a nuestros viejos afectos, y también a la infancia, que es el recóndito lugar donde reside el corazón. Siempre hay que irse para volver, para ampliar nuestro horizonte conceptual, para dar ese gran salto que la vida nos tiene reservado.
Yo nunca me fui de Cajamarca y, aunque suene paradójico, me la llevé conmigo a todos los lugares del mundo donde residí.
Pero cuando uno se marcha físicamente, lo hace con la intención de conocer lo que está más allá de lo que vemos en el horizonte y de seguir aquellos aromas que nos llaman y subyugan.
Pero ya no podría marcharme nuevamente porque ese misterioso impulso de partir se da sólo en la juventud. La madurez, en cambio, nos empuja al regreso, a compartir con los nuestros lo aprendido allende los mares. A conversar en torno a una fogata sobre las diferencias y maravillas de otras tierras.
Y ese retorno tiene que ver, quizás, con esa emoción atávica que sienten los toros cuando buscan querencia y se aproximan ensangrentados a las tablas. O con el lento caminar de los viejos elefantes que se separan del grupo e instintivamente siguen la desconocida senda que conduce al marfil y a los huesos de sus antepasados.
Pero, cargado de distancia y de recuerdos, cuando la melancolía o la saudade brasileña me masticaban el corazón, entonces solía entrecerrar los ojos para ver desfilar como en un carrusel aquellas amables imágenes de paisajes y personajes guardados en el baúl de mis remembranzas a fin de sobrellevar el dolor de la separación.
Los aromas y recuerdos de mis mocedades pertenecen a una época bella e irrecuperable. Y le agradezco a Dios por haberme permitido nacer y vivir plenamente en esta comarca llamada Cajamarca una chiquitud tan rica en emociones, sensaciones y personajes.
A veces duele la nostalgia pero no podemos vivir hacia atrás, es imposible y conduce a la locura. Sólo nos queda escribir para recobrar nuestra memoria y convertirla en literatura a fin de que esa bella época no se pierda del todo.
Toda relación con Cajamarca siempre pasa por lo telúrico. Desde que nací, las primeras imágenes que guardaron mis ojos surgieron de esa verde belleza horizontal que es para mí el paisaje del valle de Cajamarca.
Tengo entendido que en Cajamarca el paisaje se inventó a sí mismo y que después de crear el mundo, Dios tomó entre sus manos el globo terráqueo y le dio un beso precisamente en el lugar donde está enclavado el hermoso valle de Cajamarca.
Ahora que vivo nuevamente en mi tierra, abrazado como un musgo enamorado a los más altos y viejos árboles de la fantasía, y cómo me gustaría que cada vez que una muchacha suspire, todos los balcones de Cajamarca se llenen de flores.
Y también me encantaría que el próximo alcalde derogue el mandato atávico que impide a los bellos portones de piedra salir a pasear por las calles de la ciudad después de las doce de la noche.
Pero, por sobre todo, hay que dejar que ría la poesía, y que todos los caminos conduzcan a Cajamarca para que regresen cantando todos los paisanos que un día se fueron.