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Prof. Juan Oblitas Carrero |
En
la víspera del 194 Aniversario de la Proclama de la Independencia de Chota
estuve en la hospitalaria Tierra de Acunta, aun cuando el clima no era tan
favorable, puse a un lado mis tareas cotidianas y me marché para presenciar una
de aquellas actividades poco frecuentes en nuestros pueblos; la presentación de
un libro.
El
domingo 11 de enero y bajo el patrocinio del Centro Cultural Wayra, liderado
por el reconocido poeta chotano José López Coronado, salió a luz la novela titulada
¡Qué viva Benel!, del egregio
intelectual Estuardo Villanueva. La obra de 208 páginas revela la
particularidad estilística de su autor, los vocablos constituyen una reverencia
al acendrado regionalismo andino, los acontecimientos giran alrededor del
mítico caudillo Eleodoro Benel Zuloeta, cuyo movimiento revolucionario contra
la dictadura de Leguía, alcanzó proporciones expectantes e históricas.
Sé
que la voracidad de algunos lectores y la lenta curiosidad de otros, tan pronto
adquieran la novela servirá para disfrutar de sus encantos, es por eso que
confieso, con toda honestidad, que a la hora de escribir estas líneas recién
estoy empezando a nutrirme de los olores que emanan de cada surco, de cada
renglón amasado con los resuellos, esperanzas, agonías, festines, lodo, lluvia,
sangre, lamentos, etc. Ahora, con su permiso quiero apartarme de la trama de la
novela y centrarme en la aparente antítesis del oficio de escritor y la
hipocrática profesión de médico.
Aquella
mañana de protocolo, por la presentación del libro, supe que el autor es médico
de profesión y rápido me pregunté, qué hace que un profesional de la salud se
vuelque apasionado al mundo de las letras, cómo es que la ciencia logra conciliar
con el arte y sus laberintos. Hasta asumí erróneamente que estaba dándose un
desborde de competencias. Pasadas las horas, he meditado un poco más y me he
dado cuenta que el arte de la pluma es afín a quien quiera desahogarse y
encuentre la forma de hacerlo. Resulta que “los
médicos siempre tienen contacto con el ser humano y sus más profundos
sentimientos. Es por ello que son personajes idóneos para retratar la condición
humana” (Rosario Reyes).
En
otro acápite del artículo, el mexicano
Ruy Pérez Tamayo señala: “Me
parece que el médico que escribe tiene una posibilidad de cumplir con la regla
de la ética médica que dice que el médico debe enseñar. La palabra doctor proviene
de la voz latina docere que significa enseñar, y una de las formas de hacerlo
es escribiendo”. Entonces, no cabe duda de que el “bisturí” también se hizo
para escribir y razón no le falta al Doctor Estuardo Villanueva que desde hace
años lleva cautivando con su poesía y su novelística, aunque admite que es la
primera vez que le llueven los elogios en una presentación de su prole
literaria, a la que siempre le fue renuente.
Ahora
que lo recuerdo, el Dr. Arturo de los Ríos, ha escrito varios libros de corte
histórico (Cutervo siempre altivo, Cutervo inmortal, etc,), el Dr. Salomón
Vílchez Murga, biólogo de profesión, también hizo hincapié en la revuelta de
Benel y los Vásquez, en “Fusiles y Machetes”, César Vallejo se matriculó en
Medicina; es decir, siempre ha existido en la historia de la humanidad un
puente de alta transitabilidad de aquellos que siendo médicos o afines a la
misma, han convertido su consultorio o sus horas de gabinete en “soliloquios” y
vendavales de sentimientos encontrados.
Solamente
para concluir quiero parafrasear a Ortiz de Quezada, quien sostiene que “el arte penetra más profundo que la
ciencia. El especialista que practicó el primer trasplante de riñón en México en
1963 cita como ejemplo la novela de León Tolstoi, La muerte de Iván Illich.
“Todo médico interesado en la vida y en la muerte debe leer ese libro para
conocer cómo sufre el paciente la inminencia del final… En el fondo, todo buen
médico es un poeta de la vida”.
Bienvenidos los médicos que zurcen corazones rotos con el cáñamo más
fino de sus versos…